Desde que era pequeña, he dejado que el temor tome muchas decisiones para mí. He rechazado muchos viajes y aventuras por el temor de los aviones y el miedo de ir a un lugar desconocido.
Pero, este verano, decidí ir a Guatemala con mi familia para conocer a más familia, visitar nuevos lugares, conocer el país donde nacieron mis padres y aprender más sobre la cultura.
El viaje fue una de las mejores experiencias, y me abrió los ojos a mucho de lo que no puedo ver desde los Estados Unidos.
No había visitado Guatemala desde que tenía 10 años, y no había visto a primos, tíos y tías desde entonces. Hasta conocí a primos que nunca había conocido.
Visité ciudades turísticas como Antigua, donde tomé las mejores fotos, y pasé noches en pueblos donde tuve la oportunidad de hablar y conocer a niños.
Me fui sintiéndome más consciente, agradecida y afortunada.
Antes de subirme al avión, me aseguré que tenía mis audífonos para escuchar música, la lista de música que me haría sentir tranquila y el libro que pudiera leer en caso de que me aburriera. Cada vez que habría turbulencia, me despertaría y me pondría nerviosa. Tendría que respirar profundamente y ponerme mis audífonos.
Cuando aterrizamos a las seis de la mañana, me sentí ansiosa pero emocionada al mismo tiempo. Mi tía y primos nos recogieron y me recuerdo viendo hacia las calles de la capital mientras manejaba mi prima, tratando de absorber todo lo que estaba viendo y experimentando.
Esa mañana, fuimos a comer a Cayalá, un lugar en la ciudad de Guatemala tan bonita. Tomé un video en Snapchat, en donde el geotag de “Guatemala City” con un quetzal al lado aparecía, y me recuerdo no poder creer que estaba en Guatemala.
Esa noche, la pasé en casa de mi tía en un pueblo llamado Mataquescuintla a una hora y media de la capital. Una de mis cosas favoritas del viaje entero fue despertarme con desayunos tan deliciosos, huevos rancheros con frijoles. Acá no los hacen tan buenos como en Guatemala.
El día siguiente, nos levantamos a las cinco de la mañana para ir al pueblo donde creció mi mamá y mis tíos y tías, Esquipulas. Manejamos por tres horas y mientras manejabamos, volteaba a ver a niños y niñas pequeñas desde la ventana caminando cerca de la carretera, preparándose a trabajar para el día, y se me partía el corazón.
Yo tenía la oportunidad de obtener una educación y vivir en una casa sin preocuparme si la lluvia pudiera pasarse por el techo. Y estos niños con sus familias se estaban levantando a las cinco o seis de la mañana para trabajar. Unas mujeres traían canastas sobre sus cabezas mientras sus hijas copiaban lo que estaban haciendo.
Cuando llegamos, fuimos a la iglesia que Esquipulas es conocida por y que muchos turistas visitan. El pueblo era tan diferente que los Estados Unidos. Mis primos de mi edad andaban en motocicletas, las calles estaban llenas de personas caminando y toda la gente se conocían.
La siguiente noche, mi tía preparó cena para las familias y niños de Mataquescuintla en su casa. Como 50 personas llegaron, y tuve la oportunidad de hablar y gozar con los niños que disfrutaban de los tamales.
Pasé las siguientes noches en Antigua y la capital. En Antigua, caminabamos por las calles, comprando dulces Guatemaltecos para llevar a nuestra familia en los Estados Unidos y nos tomábamos cientos de fotos. Allí, me subí en un tuc tuc, un mototaxi, y conocí a gente de Canadá, Inglaterra y Australia.
Las experiencias que obtuve por decir sí a un viaje sin dejar que el temor tuviera algo que decir me permitió tener memorias que cargaré conmigo para siempre. La gente fue amable con nosotros y aunque solo fui por diez días, aprecié la cultura. Pase tiempo con mi familia y valoré cada momento.
Me enamoré de Guatemala, y me dí cuenta que todas las experiencias que obtenemos nos hace crecer como personas, y dejar que el temor nos pare de hacer cosas nos impide de vivir nuestras vidas al máximo. Estoy ansiosa por regresar y hablar con y conocer más a la gente de Guatemala.